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-Las que me metieron entre las cobijas de mi cama el mono que estoy disecando...
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-¿Por qué?
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-Por que no fueron otras, y a mí no me parece corriente que me traten así mi cama.
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-¿Eso qué tiene? ¿Usted no diseca sus micos y firigüelos sobre la mesa de amasar y de hacer las empanadas?
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-¿Y qué?
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-Que yo soy amiga de la igualdad.
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Adentro sonaba el torbellino, y algunas de las parroquianas trataban de bailar el vals de los pollos, el vals antiguo, que no exige las adiciones de la varsoviana y el strauss 13 .
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-Entre, don Demóstenes -dijo Manuela-, y bailamos los dos un valsesito.
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-¿Y las cosquillas? -le preguntó el bogotano, acordándose de la afección nerviosa de su casera.
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-Las escondo.
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-¡No, no, no! -dijo don Demóstenes con suma viveza-; aunque me ofrezcas todo el entusiasmo de una bailarina de teatro, no bailaré esta noche. Eso dejémoslo para las fiestas, que ya no dilatan.
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-¡Entremos, entremos! -dijeron las primas.
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Y cogiendo a don Demóstenes de los brazos lo metieron a la sala. Ellas fomentaron un torbellino entre cuatro, y él se puso en un rincón a observar el catafalco que estaba formado de la manera siguiente:
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La mesa grande de la señora Patrocinio, forrada en sábanas y colchas, formaba la base. Sobre ésta descansaba una caja grande y sobre la caja grande otra chica, resultando tres escalones todos cubiertos de ruanas y colchas y de candeleros con luces, ramilletes de flores y algunos espejos y lazos de cinta lacre. En el pináculo estaba el angelito en un sitial, y la ruana colorada de don Demóstenes unida al cielo raso 14 formaba el solio propiamente dicho. El angelito estaba amortajado de San Antonio, llevando en el brazo un chiquillo de yeso y en la mano una azucena natural, cogida esa tarde en la huerta de Manuela.
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Callaron los músicos con el objeto de componer, como dijeron ellos, porque Rosa y Paula iban a cantar.
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-Oiremos la canción de la muerte -dijo don Demóstenes-. La entrada de un ángel al cielo y el dolor de una madre son objetos de una poesía sublime. No cantarán una cosa tan elevada como el poema de la muerte del conde de Noroña; pero yo creo que no saldrán deslucidas.
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Rosa y Paula tosieron, y acompañando 15 a sus voces la música de los tiples cantaron lo que sigue:
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-Esto es inicuo -dijo don Demóstenes.
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-Y ai onde usted las ve duran cantando hasta la madrugada. En los gastos o en los trapiches les amanece cantando de esta manera, sin que les falten coplas que recitar en toda la noche, sin repetir una misma, y hay veces que las dicen de tapar orejas.
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Las 16 gentes se salían a tomar fresco por grupos o por parejas, según las simpatías particulares o según la bandera de los partidos.
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Manuela y Dámaso conversaron en el corredor por largo tiempo; las hijas del músico de la carraca, la entenada de don Tadeo y la hija de Sinforiana salían al patio y a la calle con la libertad que las hijas del pueblo disfrutan en sus bailes, no estando sujetas a las trabas de la etiqueta que ligan a las señoras del alto tono, las cuales tienen que aguantar en un asiento fijo por cinco o seis horas.
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No obstante, se dijo en el baile que las partidarias de don Tadeo Forero no estaban atrevidas como otras veces. Felipa y Teodora, que eran las más violentas del círculo de las tadeístas, en esta función eran las más respetuosas, temiendo seguramente que el nuevo ministerio les promoviese la causa del asesinato que don Tadeo y el dueño de la Soledad habían cortado por su amor a la impunidad.
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Don Demóstenes se apercibió de que su misión estaba terminada, no habiendo ya que observar en el baile del angelito, y llamando a su perro y a su criado, se fue a la posada con muy buena disposición para dormir. Por el camino le habló a José de esta manera:
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-¡Hombre! ¿qué te pareció el baile?
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-El baile, buenísimo, mi amo -le contestó el indígena.
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-¿Pero no te pareció que todas éstas son aberraciones?
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-Herraciones, mi amo, herraciones.
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-Porque ¿a qué viene este baile profano?
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-Profano, mi amo.
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-Que la esposa de un nabab se queme delante de la tumba del esposo, tiene alguna razón: la perpetuidad del matrimonio oriental llevada a un grado mucho más alto que la perpetuidad del matrimonio católico; pero que la madre vea a los tunantes bailar en la presencia del hijo muerto y oiga a las trapicheras cantar obscenidades, esto no tiene solución que poderle dar, ¿no te parece?
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-Sí, mi amo, esto no puede tener absolución.
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-Tal vez esto consiste en no quererse persuadir los hombres de que la muerte no es sino un hecho común, que es la causa de otros mil desatinos que cometen los católicos, ridículos y perniciosos a cual más.
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-Sí, mi amo, a cuál más.
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-Porque ¿a qué fin taladrarme a mí los oídos en Bogotá con los dobles de todas las campanas el día de finados? ¿A qué fin amortajar de fraile al que no fue ni siquiera devoto? ¿A qué fin cantar los versos de la Biblia, en que no creen los hombres civilizados desde que escribió Voltaire, con excepción de los sencillos protestantes, cuando se muere un católico, y a que fin pagar plata por estos cánticos? Todo esto no depende sino del miedo inconsulto de la muerte, ¿no te parece?
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-Sí, mi amo, el insulto de la muerte.
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-Y esto es la causa de este otro desatino; pero vaya, que siquiera Paula y Rosa no le habrán llevado seis u ocho pesos a Pía por el canto de sus versos; y es porque no dependen del círculo de la teocracia.
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-Sí, mi amo: de la trocasia .
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-Cuando a la muerte no se le tenga más miedo que el necesario, entonces las cosas irán de otro modo.
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-Pero sus mercedes los ricos le tienen más miedo que nosotros los pobres; porque siempre los veo tomando sus medidas para no enfermarse y dándoles la plata a los médicos para que no los dejen morir.
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-Mal hecho, porque la muerte no es sino un largo sueño, como decían los indios del Perú.
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-Sí, mi amo, un sueño muy largo; pero quién sabe por qué será que hasta los animales le tienen tanto miramiento a ese sueño largo. Tal vez lo hizo mi Dios así para que cuidemos la vida; porque entre animales eso da grima. ¿No ha oído su merced bramar los toros cuando se muere alguna res?
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-¡No, hombre!
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-¿Conoce su merced la hacienda de la Chamisera?
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-Sí, hombre.
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-Pues le contaré a su merced, que cuando yo estaba allá de concertado se murió un toro cerca de la casa, de la enfermedad de ranilla, y como le quitamos el cuero se regó la sangre fresca en el llano; pero ¡Avemaría! no se puede figurar mi amo don Demóstenes la bramería que se levantó esa noche por todos esos llanos, peor que cuando tocan las trompas, los violones, las cornetas, flautas y los violines en el entierro de alguno de sus mercedes los ricos en las iglesias de Bogotá. Yo no sé cómo no me morí esa noche de la pena, y para eso que se había muerto un hermano mío dos meses antes. Vino un toro de los más ariscos, olió la sangre, clavó el hocico contra la tierra y dio un bramido que parecía que se había rebullido toda la sabana.
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Llegaron en seguida los demás toros y todos juntos siguieron el empeño de bramar con todo su ánimo, y aquello no parecía sino un canto de la otra vida. Figúrese su merced, veinte toros bramando sin cesar. ¿Cómo sería aquel alboroto? A mí se me espelucaba el pelo de la cabeza, y como que me daban ímpetus de llorar también, y me salí al llano a ver si podía espantar el ganado, pero ya los toros de la hacienda de Techo, que habían oído la bramería de los toros de la Chamisera se habían acercado a las tapias de cespedón de los linderos, y habían armado la bramería, y lo mismo los del Salitre, y lo mismo los del Tintal, y aquello era para correr a esconderse uno en el mismo cabo del mundo, ¡avemaría, Jesús credo! ¿No ve su merced, cuántos lamentos por un solo toro? Y yo creo que los animales que no braman sentirán a sus prójimos de esta misma manera. De estas bramerías se arman en todas las haciendas, pero yo le confieso a su merced la verdad pura, que otras veces no he tenido tanto miedo. Tal vez sería por estar tan reciente la muerte de mi hermanito.
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-¿Conque tuviste miedo? ¿Y por la muerte?
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-Pues sí, mi amo, ¿para qué se lo voy a negar a su merced?
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-¿Y el año de 51 cuando te avanzabas hasta los ejidos de Bogotá, a quitarle los caballos al general Melo, no te daba miedo? ¿Y el 4 de diciembre no te dio miedo cuando entraste a la plaza de la Constitución, dando fuego contra las tropas del gobierno provisorio?
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-Pues al principio tuve algo, pero a lo último no tanto, mi amo.
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-¿Y por qué no le tuviste miedo a la muerte en esa vez?
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-Quien sabe, mi amo.
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-¿Cómo quién sabe?¿Por quién exponías tu vida el año de 54?
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-Por mi coronel Ardila.
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-¡No, hombre! La vida, la hacienda y el honor se empeñaban el año de 54 por salir de los revolucionarios que quebrantaron la Constitución; más claro, por defender los derechos del pueblo, por eso fue que se levantó en masa toda la república.
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Habían llegado a la posada el amo, el criado y el perro, y todos tomaron sus colocaciones, pero don Demóstenes no se acostó a roncar en el momento como José y Ayacucho, porque su corazón sostenía una lucha de afectos que no le dejaba dormir hacía más de ocho días, lucha que se sostenía entre unos ojos negros y unos pardos; un amor que nacía y otro que llegaba al ocaso. Don Demóstenes se esforzada en ahogar los recuerdos de Cecilia con los encantos visibles de Clotilde, por el justo resentimiento que le había ocasionado su carta, un poco fuerte, en que ella se denegaba a seguir sus opiniones religiosas. Cerca del amanecer se quedó dormido el bogotano, pero un latido que dio Ayacucho 17 por equivocación, a las caseras, lo despertó muy a destiempo. Estas habían entrado por la puerta secreta del corral, y no siendo reconocidas, dio el perro un latido estupendo que despertó al pobre caballero.
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Pachita y doña Patrocinio no despertaron hasta las ocho, pero Manuela se levantó a las siete a llevarle el café al bogotano, porque era la que menos se descuidaba, con los compromisos de la posada.
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-¿Qué tal noche? -le preguntó Manuela a su huésped.
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-¡Oh! De lo más detestable. He soñado viendo obsequiar a un muerto con maroma, pantomima 18 y encierro de toros, que es poco más o menos lo que he visto anoche; he soñado viendo un eclipse de lo más raro, esto es, la presencia de Clotilde tratando de anteponerse al disco precioso de Cecilia.
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-Ese último sueño consiste en que usted a la que quiere es a la catira. Dele licencia de que oiga misa y se confiese y verá usted cómo 19 no hay más desvelos ni más eclipses, ni más suspiros entre la hamaca. Y que ésa es la que a usted le conviene para casarse: rica, santa y bonita, ¿qué más se quiere usted? Hasta le puede castigar Dios la soberbia, dándole por esposa alguna fea más alegrona que una trapichera y más brava que una taya de quince años.
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-¡Pero la sotana! Manuela. ¡La camándula! ¡La teocracia! ¡La sacristía! ¿Cómo puede ser eso?
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-¡Muy bien! ¿No es tolerante usted? ¿O es que usted habla solamente de la tolerancia para que lo toleren, pero no para tolerar, o cómo es eso? Y si lo mismo es la igualdad y la libertad, quedamos bien aviados. ¡Y todos creyendo lo que ustedes dicen! ¡Y tan serios como dicen sus cosas para entretener a la gente! Si usted hubiera oído hablar a don Alcibíades de igualdad, eso daba gusto. ¿Y qué le parece don Tadeo cuando se ponía a predicar contra los ricos a nombre de la libertad? Ya verá cómo ni usted, ni don Alcibíades, ni don Tadeo son tales liberales, porque del decir al hacer hay mucho que ver.
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-Ya tú no hablas sino de política.
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-¿Para qué me han enredado? Nada sabía yo de esas cosas hasta que don Leocadio, don Alcibíades y usted me enseñaron. Para que vea lo buenos que son los hombres.
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A poco rato que Manuela salió con la taza y el plato se vistió don Demóstenes y salió a preguntar por la mesa, pero no con arrogancia como la víspera, sino con palabras muy comedidas.
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-¿Hoy sí podemos contar con la mesa grande? -preguntó a doña Patrocinio.
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-No, señor -le contestó la patrona.
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-¿Mañana?
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-Puede ser, si la desocupan.
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-Tenga usted la bondad de explicarme los motivos que me privan del derecho que tengo a la mesa grande; porque como usted recordará, el derecho de usar de la mesa grande y de la silla jesuítica entraron en el negocio del arriendo. De manera que si usted tuviese la fineza de dar sus órdenes para que la traigan, yo se lo estimaría de mi parte, y además se cumpliría con uno de los artículos de la contrata, pues a mí me gusta que las cosas vayan en orden y que se haga todo a las buenas, y mucho más entre nosotros. Ojalá, si acaso es posible, pueda venir la mesa antes de que yo me vaya a una correría proyectada con el señor cura, el cual me ha convidado a buscar una planta, y estoy deteniendo algunos minutos para dejar extendidas sobre la mesa unas flores y cortezas que estoy preparando.
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-Pues, señor don Demóstenes, yo le agradezco a usted todas sus bondades y no dejo de reconocer que usted tiene mucha razón en todo lo que me dice; pero en cuanto a la mesa grande, tengo el sentimiento de decirle que por hoy no la espere, por el motivo de que mi comadre Remigia, la mujer del sacristán, se empeñó con Manuelita para que le prestase al angelito, para bailarlo en su casa hoy y en toda la noche.
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-¿Y mi ruana? ¿Y mi pañuelo? ¿Mi espejo? ¿Y mi candelero?
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-Todo conforme estaba.
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-¡Conque bailar, y más bailar! Aunque viéndolo bien, la filosofía de Marta va perdiendo el miedo a la muerte, y al fin se tendrán que persuadir todos los parroquianos de que la muerte no es otra cosa que un largo sueño. Yo lo que temo es que ese cadáver se corrompa y nos apeste el lugar. ¿No andan ya las moscas en torno del angelito?
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-Sí, señor; pero se les quema cáscaras de limón y boñiga para desterrarlas.
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-¿Manuela dónde está?
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-Está durmiendo un ratico, para irse a bailar al ahijado luego que se levante.
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-Yo me voy y no vuelvo hasta mañana, salúdeme usted a Marta y a Manuela, y dígales de mi parte que guarden pies para las fiestas.
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Fue mucho más concurrido el baile en este día y en la noche consecutiva; a la mañana siguiente se le dio sepultura al angelito.
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Toda la música, menos la carraca, partió de la casa del sacristán al cementerio. Detrás iba el angelito conducido en alto sobre la cabeza de ñor Dimas, cubierto el ataúd de género blanco y adornado con flores amarillas y blancas.
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El hoyo estaba listo debajo de un árbol de ambuque, cuyos gajos y retoños, con otros arbustos y bejucos, hubo que rozar con los machetes, para poder cavar la tierra. Ñor 20 Dimas se descargó del féretro con ayuda de Marta y Manuela y le puso en el asiento del hoyo. Manuela echó una manotada de tierra y después la imitaron algunas mujeres del pueblo, las cuales rezaban el credo, a medida que la música de los tiples y las guacharacas ejecutaban un torbellino de lo más alegre.
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Después de pisado el hoyo, puso el sacristán una cruz de palo en los gajos del ambuque, que aderezó y amarró con un bejuco que serpenteaba por entre las ramas del árbol.
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Las promujeres del partido tadeísta no fueron al cementerio. Es tanto lo que predomina el espíritu de partido, que los odios y rencores se extienden hasta a los muertos, y hasta a los muertos inocentes, de manera que siguiendo la revolución y los trastornos gubernativos en la Nueva Granada, en vez de fraternidad y filantropía cundirán los odios cada día más y la desmoralización completa.
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Pía se fue por la tarde a la montaña, llevando varios regalos que le hizo su comadre, y no se volvió a hablar de ella para nada.
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Se sabe que don Demóstenes le dijo al cura en su paseo:
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-Me he quedado aturdido de que la Iglesia y el gobierno estén dejando correr adelante este abuso criminal de bailar dos o tres días a los muertos de corta edad.
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-¿Y cómo le parece a usted que esto pudiera evitarse?
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-La religión de Jesucristo es una religión pura, santa y en extremo filantrópica; la religión católica que constituye una de sus ramas, quitándole la unidad que representa el papa de Roma, es una de las mejores religiones que hoy se veneran en toda la tierra; sus ministros están acreditados para con el pueblo, y con sólo una indicación que éstos aventuren, desaparecerá de todas las parroquias la infame costumbre de bailar a los niños muertos. El cabildo por su parte, pues es el soberano congreso de la parroquia, puede prohibir con penas muy severas las orgías angelicales.
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También se tiene noticia de la respuesta del cura, que fue ésta:
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-Me reservo para después la explicación de varios de los conceptos y de la idea del señor don Demóstenes, y le contesto por ahora que la religión católica, esencialmente unitaria y rígida, aconseja la extirpación de los abusos y las costumbres supersticiosas; pero no manda sino en los casos de doctrina y de fe religiosa. Desgraciadamente las preocupaciones se resisten aquí como en todas partes. En cuanto al gobierno hay una distinción muy justa: los gobiernos tiránicos y absolutos pueden castigar a sus súbditos cuando no obedecen, y si no los sujetan, pueden atormentarlos por lo menos cuando se trata de los usos inveterados; pero en los gobiernos republicanos, en los cuales manda el pueblo, no sucede lo mismo, porque el pueblo ama sus costumbres, y si hay legisladores que ataquen bruscamente las costumbres del pueblo, entonces no son apoderados del pueblo, porque los poderdantes jamás dan poderes contra sí mismos; entonces deja de ser republicano el gobierno, porque deja de mandar el pueblo. No obstante, le ofrezco a usted predicar el domingo contra el abuso de bailar los angelitos.
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-Y yo ofrezco escribir un artículo de costumbres.