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Novela de costumbres colombianas. Tomo I
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Eugenio Díaz Castro
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[ Nota preliminar : Obra cedida por la Biblioteca de la Academia Argentina de las Letras. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]
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Eran las seis de la tarde, y a la luz del crepúsculo se alcanzaba a divisar por debajo de las ramas de un corpulento guásimo, una choza sombreada por cuatro matas de plátano que la superaban en altura. En una enramada que tocaba casi el suelo con sus alares, se veía una hoguera, y alrededor algunas personas y un espectro de perro, flaco y abatido sobre sus patas. Al frente de la enramada acababa de detener su mula viajera un caballero que entraba al patio, seguido de su criado, y de un arriero que conducía una carga de baúles. Del centro de este segundo grupo salió una voz que decía:
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-¡Buenas noches les dé Dios!
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-Para servirle, contestaron los de la enramada.
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-¿Que si nos dan posada?
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-La casa es corta, pero se acomodarán como se pueda. Entren para más adentro .
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-¡Dios se lo pague!, contestó el arriero, comenzando, a aflojarla carga de la jadeante mula.
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El caballero se desmontó y tendiendo su pellón colorado sobre un grueso tronco sustentado por estacas y emparejado con tierra, se sentó, mientras el arriero, desenjalmaba y recogía el aparejo, y el criado arrimaba las maletas contra la negra y hendida pared de la choza. Salió de la cocina una mujer con enaguas azules y camisa blanca, en cuyo rostro brillaban sus ojos bajo unas pobladas cejas, como lámparas bajo los arcos de un templo obscuro; y dirigiéndose al viajero, le dijo:
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-¿Por qué no entra?
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-Muchas gracias... ¡está su casa tan obscura!
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-¿No trae vela?
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-¿Vela yo?
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-Pues vela, porque la que hay aquí, quién sabe dónde la puso mi mamá ; y a obscuras no la topo. Y si la dejan por ahí, ¡harto dejarán los ratones! ¡Conque se comen los cabos de los machetes, y hasta nos muerden de noche! Pero si tiene tantica paciencia voy a sacar luz para buscarla.
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Ya tenían arrimados los baúles los compañeros del viajero, cuando salió la casera de la cocina con un bagazo encendido. El bagazo seco y deshilachado (la vela de los pobres), era como una hoguera, y a su luz brillantísima pudo nuestro viajero examinar la mezquina fachada de la choza y la figura de la patrona. Era ésta de talle delgado y recto, de agradable rostro y pies largos y enjutos; sus modales tenían soltura y un garbo natural, como lo tienen los de todas las hijas de nuestras tierras bajas.
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-Cuando la vela, con gran pesar de los ratones, estuvo alumbrando la salita, los criados introdujeron los trastos; y sobre la cama que el paje había formado con el pellón y las ruanas, se recostó el viajero fumando su cigarro, y lamentándose, por intervalos, del cansancio y del estropeo.
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-¡Hombre, José! ¡qué caminos!, decía a su criado que ya se había recostado también sobre la enjalma, ¡si tú vieras los de los Estados Unidos! ¡Y las posadas de allá; eso todavía! Estoy todo desarmado aquí donde tú me ves. ¡Qué saltos! ¡qué atolladeros! No creía llegar vivo a esta magnífica posada.
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-Y en esas tierras que su merced mienta, ¿no son caminos provinciales y nacionales como los nuestros?
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-¿Como éstos? Allá va volando uno en un tren que lleva todas la comodidades de la vida civilizada.
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-Pero la Pólvora en que su merced bajó el monte es superior para los viajes. Tiene un paso trochado, y un modo de bajar los escalones, y de atravesar los sorbederos!.... Y recuerde su merced que un mero día desde Bogotá hasta aquí.
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-¡Un día! Allá hubiéramos hecho en una hora esta misma jornada, y no a saltos y barquinazos , como tú dices, sino acostado sobre cojines.
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-¿Conque qué tal le va?, preguntó el arriero a su patrón, entrando a colgar los cabezales de las bestias.
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-Ya puedes suponer..., y tú, ¿de dónde vienes?
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-De manear las mulas y esconderlas; porque como dice el dicho, «más vale contarles las costillas que los pasos.» Y por lo que hace a mi acomodo, yo en cualquier parte quedo bien. Pienso dormir debajo del llar sobre la enjalma, porque adentro no cabríamos los tres, con ñua Estefana, su familia y sus cluecas.
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-¿Y por qué se te ocurrió llamar posada a esta choza y hacerme pernoctar en ella?
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-¿Y en qué otra parte? ¡Sólo que en la casa grande de la Soledad!... Su merced me dijo que las casas grandes tenían sus inconvenientes para pasar la noche.
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-¡Pero si aquí ni cabemos siquiera! En fin... una mala noche pronto se pasa. Saca un libro del maletón, José.
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Y tomando el segundo tomo de Los Misterios de París que le trajo su criado, empezó a leer en voz alta, mientras su perro y su arriero dormían a sus pies. El perro de Terranova, que respondía al nombre de Ayacucho, no había hecho el menor caso de los largos y destemplados aullidos con que lo había recibido el moribundo gozque de la choza; y éste viendo el profundo desprecio de su huésped, y que, gordo como estaba, más se curaba de dormir que de comer, dejó de temer la rivalidad y volvió a acostarse cerca del fogón.
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Acababa de bostezar el viajero, viendo en su reloj de oro que eran las ocho, cuando entró la joven casera de paso para su alcoba.
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-¿Y qué hay del cafecito?, le preguntó el viajero.
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-¿Cuál cafecito?, le contestó ella con la más franca admiración.
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-El de mi cena.
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-¿Luego usted cena?
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-Por de contado.
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-¿Trajo de qué hacerle? ¿Tiene algo en esos baúles?
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-Sí: los libros y la ropa.
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-¿Eso merienda, pues?
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-No, lo que tú me prepares.
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-¿Y si no hay nada?
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-¿Cómo?
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-Que en estos caminos hay que llevar de comer, porque no se encuentran las cosas al gusto de los pasajeros.
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-¡Yo no acostumbro cargar nada de comida, mi hija!
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-Pues entonces, aguante.
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-¿Y llevando cóndores?
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-¿Qué son cóndores?
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-Monedas de oro del valor de doce pesos y medio.
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-¿Y con qué pagábamos tantos trueques ? ¡Ni con todo lo que tenemos en el rancho! ¡Ave María!
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-¿Y entonces, me dejas morir de hambre después de criado? ¡Tú que siendo tan buena moza, no debes ser inhumana!... ¿Cómo te llamas?
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-Rosa, una criada suya.
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-Y mucho menos siendo la reina de las flores.
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-¡Nada!
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-¿Y no te compadeces?
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-Sólo que se conforme con lo que hay.
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-De mil amores.
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Continuó leyendo el viajero, mientras Rosa se fue a reanimar el fuego, tomando nuevas y urgentes providencias, poseída de sentimientos humanitarios, y de algo más, porque el viajero le inspiraba un si es no es de cariño.
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Iba el lector en un pasaje interesante cuando fue interrumpido por Rosa, la que poniendo un pie en el extremo de la barbacoa, levantó el otro con destreza y agilidad, para alcanzar a cortar un pedazo de carne de la pieza que colgaba de una vara suspendida con cuerdas del lecho, y con la necesaria interposición de totumas y tarros que garantizan de ratones. Si al viajero había parecido Rosa, dándole posada, una mujer bondadosa, ahora, suspendida de un pie en la punta de una barbacoa, los brazos alzados y el cuerpo lanzado en el aire, advirtió que era elegante de cuerpo, y en aquella postura, y recordando que estaba ocupada en su servicio, le pareció el ángel del socorro.
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-¿Siempre me favorecerás, Rosa?, le dijo.
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-¿No ve? ¡para su cena!... dijo mostrándole el pedazo de carne, y dando un salto ágilmente, corrió a la cocina. Continuó la lectura durante otra hora; y cuando los bostezos del amo, del criado y del perro, se respondían como el eco en las bóvedas de tina cueva, entró Rosa con una servilleta del tamaño de un pañuelo, a tenderla sobre una cajita, cerca de un baúl, y el viajero le preguntó:
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-¿Qué noticias tenemos, Rosa?
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-¿No ve ya la mesa puesta?
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-¡Bien, bien! Si es el primer repique, procura que no tarden los otros dos.
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-Aflójese tantico, si está apretado. ¿Y quién le manda ser descuidado y darse mala vida? Ya ve, los pobres lo primero que prevenimos es la comida cuando viajamos; porque si uno se muere, ¿de qué sirve la plata?
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-No te detendré con objeciones, porque tienes mucha razón, y además los momentos son preciosos.
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Otro capítulo del libro fue leído en el intermedio siguiente, y al cabo volvió a aparecer Rosa trayendo una taza vidriada, no muy limpia por de fuera.
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-¿Qué me traes, Rosa?, preguntó el viajero sentándose en su barbacoa.
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-Es el ají... ¿Usted no se pica?
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-De ti es que estoy medio picado. Ven acá, graciosa negra. Siéntate y conversemos.
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-¿Y la cena?
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-¡Todo es secundario en tu presencia! Tienes un aire, una gracia y unas miradas que consuelan.
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-¿Entonces no le traigo de cenar? Con que yo lo mire tiene bastante.
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-Pues no es malo que me traigas algo. Quisiera que me hicieras la visita, porque tu conversación me encanta; pero en fin, tú lo verás.
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Cuando esto dijo el viajero, ya Rosa había salido, para presentarse de nuevo como el verdadero ángel del socorro. Puso sobre la mesa una taza y un plato de palo que tenía carne asada, de apetitoso olor; y luego se sentó en otro baúl, poniéndose la mano en la cintura.
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-Me gusta que me acompañes. Yo no puedo comer solo; y así será mi cena más sabrosa. ¿Y qué potaje tenemos?
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-Como no es potaje sino mazamorra.
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-¡Exquisita!, exclamó el viajero así que la probó, y no volvió a atravesar palabra hasta agotar la taza.
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-Esta carne también está buena, dijo Rosa.
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-¡Pues ahí verás que no me gusta tanto! Tiene un olorcillo... ¿De qué es?
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-¿Para qué quiere saberlo?
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-¡Ya se ve! Lo que importa es matar a quien nos mata. ¡Qué buena cena! Ahora se me ocurre una cosa: tú me cuidas y ni siquiera sabes como me llamo.
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-¿Eso qué le hace?
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-¡Oh! ¡de esto sucede mucho en la Nueva Granada! Mil gracias, Rosa.
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-¡Que le haga buen provecho!
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-Te quedo muy agradecido. ¡Mira!, cuando vayas a Bogotá, pregunta por mí, que tendré mucho gusto en atenderte.
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-Mi hermano Julián es el que viaja, y algunas veces mi madre. Yo les diré que vayan a la casa de usted.
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-¿Y vives contenta entre estos montes?
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-¿Y si no? El que es pobre...
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-¿Y en qué buscas tu vida, Rosa?
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-En la labranza, cuando se puede trabajar; y la mayor parte del año en el trapiche de la hacienda.
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-¿Eres trapichera?
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-Sí, señor: de la Soledad, del trapiche de mi amo Blas, nada menos.
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-¿Él vive solo?
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-Con mi señorita Clotilde, porque mi señora no se amaña, ni le hace el temperamento. Los niños suelen hacer sus viajes a la ciudad.
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-¿Te gusta el oficio de trapichera?
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-¿Y que se va a hacer?
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-¿Y quienes más viven aquí contigo?
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-Mi madre, yo, Julián y Antoñita, la mediana. Mi padrastro se murió hace poco; Matea se fue a Ambalema; y dicen que está calzada y como una novia de maja. Julián, mi hermano, está trabajando en el trapiche del Retiro, y no viene a casa sino por San Juan, la semana santa y la nochebuena. Otro hermano tenemos, que trabaja en la Soledad; pero ni caso ni cuenta hace de nosotras.
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-¿Y cuáles son tus obligaciones en la hacienda?
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-Pagar ocho pesos por año, y trabajar, una semana sí y otra no, en el oficio del trapiche.
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-¿Y qué tal es tu señora Clotilde?
YAML Metadata Warning: empty or missing yaml metadata in repo card (https://huggingface.co./docs/hub/datasets-cards)

Manuela: novela de costumbres colombianas

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